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¡Mateo vuelve por favor!

Se me ha perdido, no sé en qué mundo se mueve su pensamiento pero Mateo no está. Su cuerpo sí, pero sólo su cuerpo. 
Le veo con frecuencia, voy a su casa, me mojo en la piscina sin miramientos hasta parecer una payasa dando saltos con la nena, pero Mateo siempre está a no menos de cinco metros de distancia.

A veces le quiero hablar y me mira educado pero completamente sordo.

Dicen que los adolescentes se distancian de sus padres. Qué vamos a pensar de una abuela… ¡pero él tiene ocho años, no es adolescente!

Como si unos extraterrestres le tuvieran secuestrado sin llevárselo. El caso es que está mucho más tranquilo y juicioso, incluso obediente, pero él no está.

Cuando llego le abrazo y le digo que le echo de menos y él me mira compasivo pero no dice nada, me entiende perfectamente. Sus ojos parece que hablan de un lejano recuerdo de su niñez compartida conmigo. ¿Se nota en él una pizca de nostalgia? Yo creo que si.

Toda la tarde juega sin parar al fútbol, nadando, corriendo… pero no le veo hablar ni una sola palabra. Debe sentirse muy solo a pesar de su actividad frenética. 

No hace mucho se quedaron a dormir en casa y ya a oscuras no paraba de hablar. Se me encoge el corazón cuando pienso que no fui consciente de que era su última conversación, al menos en mucho tiempo. Para más tristeza no me acuerdo de qué hablaba, sí que Genovevita y yo le dejamos con la palabra en la boca porque nos quedamos dormidas atontadas por sus rápidos saltos de un tema a otro. 

La nena está muy malhumorada, habla gritona y enfadada y ahora recapacitando pienso que quizá ella también le echa de menos pero no cae en la cuenta.

Menos mal que ella sí está.

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Ya casi en verano 

Todavía no es verano y ya estamos a 38 grados. Javier y yo llevamos todo el fin de semana leyendo, ni siquiera nos apetece salir a dar un paseo, me duele la cabeza y me escuecen los ojos. Dentro de poco vendrán los niños y el jardín puede convertirse en un campo de batalla de todos sudando histéricos, así que me he pasado todo el día buscando en Internet actividades al aire libre que hacer. He apuntado cada juego en una ficha donde anoto los materiales que vamos a necesitar y cuál es la finalidad. Ahora tengo tantos que los días que van a estar aquí no van a ser suficientes para hacer todos.
Los materiales son antiguos como los de mi infancia: cuerdas, pelotas, latas vacías, papel, cestas, baldes, telas y trapos. La cuestión es si seré capaz de atraer su atención más intensamente que la TV, el IPad… espero que sí. De hecho todos los años Mateo, y ya el pasado también Genoveva, han plantado las flores cada uno con sus herramientas tan entretenidos y contentos. La bici, los bichos y poco más hasta ahora han sido suficientes, aunque la protagonista del verano ha sido siempre el agua en todas sus versiones, la más insospechada es la manguera. Con ella puedes regar tus propios pies saboreando el agua helada o enchufar a los demás el chorro sorpresa que despierta la furia en cada uno de la familia de forma tan distinta.

Unos ríen y otros se convierten en potenciales asesinos. 

No sé si pienso en juegos por entretenerles a ellos o son los niños los que me despiertan a mí esta esperanza de jugar otra vez. 

Mi infancia no parece que duró lo suficiente para saciar estas ganas de jugar. No son aventuras, ni viajes, ni experiencias especiales lo que me da ánimos para cuidar mi salud, es poder salir a buscar caracoles al atardecer cuando la lluvia para, o ir en bici con la brisilla en la cara, o meterme en el mar dando saltos salvando las olas, bucear viendo los peces, ver la vía láctea, criar animales, cosas así, y ahora querría que ellos tuvieran los mismos recuerdos.

Me cuido. El reloj que me regalaron mis hijas me dice los pasos que doy cada día, mi nieta entiende que ahí veo datos sobre mi salud. Tengo una media de 12000. No parece mucho… ésta información se ha convertido en una manía divertida, una nueva vara de medir desconocida. Por ejemplo, que me haga efecto un analgésico son algo más de 1000 pasos. Ir a buscar a mis nietos al cole son 3000 pasos. A veces malgasto pasos y otros los ahorro. La nena me pidió, a la salida del cole, que le comprara unas chuches.

– Nos va costar mucho, comento.

– ¿Qué presupuesto tenemos hoy? Me volví alucinada por la palabra que ayer aprendió con una sola vez que la usé y me preguntó.

– ¡Lo digo porque nos va a costar unos 800 pasos!

– Ah! Pues tenemos muchísimos más para gastar, no? Me dice tan contenta. Me río porque como siempre tenemos un diálogo de locos pero nos entendemos.

– ¡Vale, vamos!

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La Dehesa de la Villa

17 de abril de 2017

Hoy es lunes y todavía están los niños de vacaciones. Una Semana Santa soleada y de ciudad porque ni siquiera hemos ido a Guadarrama, el abuelo todavía está convaleciente y aunque con el corazón partido pienso dejarle solito en casa por un rato.

De cierre de fiesta mi amiga Cristina tiene una idea inmejorable: nos vamos con los nietos a La Dehesa de la Villa. Un plan que me recuerda muchísimo a cuando yo era pequeña y nos íbamos a pasear por la Casa de Campo, entonces aquello me sabía a viaje largo y maravilloso.

Ya que todo es improvisado y hay prisa por salir, no tengo tiempo de ir a comprar nada que sea digno de llevar en la cesta de picnic, así que rebusco por mi despensa. ¡Nada de nada! Qué razón tiene mi yerno que me toma el pelo cuando dice que en mi cocina no hay más que ensalada. Mi boicot a toda la bollería industrial, embutidos y otras delicias me pasa factura. No hay lugar a la improvisación.

Finalmente encuentro al fondo de mi pequeño armario despensa una bolsa de palomitas que alguien habrá olvidado en ésta casa. ¡Microondas y ya!, ¡maravilla de las maravillas!

Cristina, Celia y yo vamos a buscar a Mateo y Genoveva en un coche con aroma a palomitero delicioso. Celia que parece una mujercita en miniatura, solo tiene tres añitos, con unos ojazos azules de caerse de espaldas resulta ser una bromista y nos va tomando el pelo, entrecierra los ojos haciendo que se duerme…y mirando de reojillo.

Mateo con su abrigo y Genoveva con leotardos de lana nos parece que no pueden ir de campo con los 28 grados que hace esta primavera, así que parados en doble fila esperamos pacientemente a coger vaqueros y camiseta ligera. Los planes con niños son siempre imprevisibles en el tiempo y eso a mí me encanta, nunca me planteo metas, sé que vestirse, salir, desplazarse…todo forma parte de la aventura.

Alucino con Cristina que conduce derecha a la Dehesa sin navegador ni nada lo cual me parece una proeza irrealizable, pero llegamos enseguida, después de haber cantado a voz en grito esas canciones de los antiguos autobuses de los colegio cuando íbamos de excursión: “Vamos de excursión con la mochila, la tortilla y el jamón”,  “Vamos a contar mentiras”, “El barquito”…etc. Hay que mantener las tradiciones, solo las divertidas.

Ya allí dimos un largo paseo como de cincuenta metros pero como todos atendíamos amablemente las necesidades de los demás el avance era lento, dábamos pasitos muy cortos.

Cristina nos contaba las diferentes clases de plantas que íbamos viendo, estaba todo el terreno plagado de jaras en flor y diminutas florecillas que me iban dando. Genoveva y Celia las manos pegajosas por tocar las jaras, se repartían las palomitas y el agua, y yo escuchaba a Mateo.

– ¿Ves qué bien los pasamos sin TV, ni Ipad ni nada? Le dije muy convencida cuando le veía interesadísimo en coger un palo cada vez más grande.

– Pero para llegar hasta aquí lo he pasado muy mal.

– No me lo creo Mateo, veníamos tan felices cantando en el coche.

– Pero yo es que tengo claustrofobia.

– ¿Quéeee? ¿Qué dices? ¡Anda ya! Contesto incrédula.

-¡Que sí! Que no puedo estar en sitios cerrados.

-Pues como no volvamos andando durante horas, no tienes más remedio que subir al coche otra vez, estamos lejísimos de casa. Además Cristina ha preparado filetes de pollo empanados con patatas fritas y yo hamburguesas…y se nos van a estropear.

-¿Podré bajar las ventanillas del coche, vale? Todavía está en la edad en que como el plato de lentejas bíblico para Mateo las pocas cosas que le gustan para comer son una tentación insuperable.

Luego se ríen mis hijas de mí por lo mucho que hablo de la comida, pero ¿no es verdad que quita muchos dolores de cabeza?

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En el cine

Estamos a oscuras en el cine, en la última fila, negrura total y sin nadie cerca, lo que nos permite hacer lo que nos da la gana. Es el sitio en el que nos ha puesto un soplagaitas del cine que nos cambió porque nos habíamos confundido o vete a saber por qué, por dar ejemplo y contra mi naturaleza protestona, no dije ni pío. Los niños están sentados sobre los asientos cerrados porque en la butaca abierta no ven la pantalla. Así que están continuamente subiendo y bajando. Los Pitufos y Gargamel creo que ni mucho menos sean tan divertidos. Yo he quitado mucho brillo a la pantalla del móvil para no molestar y poder escribir tranquilamente.También este sitio tan escondido nos permite sacar nuestros refrescos, las palomitas y hablar sin que nadie proteste. Al fin y al cabo en ninguna butaca por bien situada que esté veríamos nada, ni siquiera yo, porque los respaldos de los asientos delanteros son altísimos. Luego se quejan de que la gente no vaya al cine.

Tengo que reconocer que está siendo una experiencia única aunque no veamos la película, es como un mini parque de atracciones oscuro como el tren del terror. Las luces de seguridad no funcionan. Pero los tres estamos encantados.

De repente Genovevita se sienta y anuncia que va a descansar un momento y en segundos se queda profundamente dormida. La dejo unos minutos hasta que veo que tiene la cabeza un poco torcida y le va a doler.

Ya está terminando la película, creo…

A la salida nos reímos un montón.

– ¡La verdad es que la película no era gran cosa! Les comenté.

– Y ¿cómo lo sabes si no la has visto? Me contestó Mateo tan feliz. ¡Otro día volvemos!

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¡Que te vas a caer!

22 de marzo, miércoles

Desde la parada del autobús hasta la puerta del cole voy andando bajo una suave lluvia que agradezco. El olor a tierra mojada de los jardines que atravieso me llenan los pulmones de gusto.

En contraste, la entrada del cole es una algarabía de niños, abuelos, mamás, papas, y cuidadoras… no encuentro a mis niños y voy perdida de un pasillo a otro. Embobada veo las decoraciones que han hecho los alumnos colgando del techo soles y planetas en uno, pirámides y dibujos egipcios en otros…Es Genoveva la que me encuentra a mí. Siento de repente su manita en la mía, caliente, caliente.

– Dame un abrazo grande, que no te veía porque llevas la capucha puesta y yo buscaba tus rizos. ¡He dado mil vueltas!

– ¡Pero si yo estaba quieta! Contesta

Me veo adentrándome como cada día en un diálogo de besugos en el que el único besugo soy yo, así que opto por pasar página.

– Llévame con Mateo que tú sabes dónde está su clase. La voy siguiendo, ella muy seria, me dirige por aquí y por allá, entre la gente, con su manita tan caliente que empiezo a pensar que tiene fiebre.

– ¿Te encuentras bien cariño? ¿Te duele algo?

-¿Qué me tiene que doler? Anda ven que te voy a enseñar mi comedor …

– Es muy bonito. Pero… ¿no estamos buscando a Mateo?

– Es que fuera llueve y hace mucho frío.

-¡Pero Mateo estará buscándonos, corre, corre!  ¡vamos a bajar al patio que se estará mojando!

Tenemos que refugiarnos en un rincón del rellano de la escalera para que no nos arrastre el tropel que baja de las clases de los mayores, todos mucho más altos que nosotras dos.

La peque se maneja estupendamente entre el gentío y alboroto y se me encoge el corazón al verla tan chiquitina todavía, defender su mochila tironeando de ella. Desde su altura todo debe verse aterrador. Bajo dando gritos a todos, desaforada, ¡Cuidado! ¡Cuidado!  Porque los chavales se empujan unos a otros bromeando y veo que me voy a romper la crisma por las escaleras. Mi nieta me mira con cara de paciencia desaprobadora pero, muy valiente, me va abriendo camino empujando como puede a diestro y siniestro sin decir ni pío. Hace tan solo unos días la bajaba yo en brazos.

– Anda vamos al patio que te vas a caer, me dice muy seria.  Me cuida estupendamente. ¡Está muy mayor, ya tiene cuatro años! Y de vez en cuando me dice…

– Cuando yo era pequeña…

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El vídeo

El vídeoMartes 28 de febrero.

Con los niños ya nada sale según la idea que llevo en el bolsillo mientras subo la escalera hacia la clase de la peque.

No acierto ni una, ni con la merienda ni con nada, da igual que lleve una cosa u otra, nada les apetece. Me digo contenta que este año, ¡por fin comen lo que les ponen!

– ¿Qué os han dado de comer? – Pregunta ritual que todos los días les hago, mientras abro la mochila de la merienda sobre la que no muestran el menor interés. Antes se peleaban por abrirla.

– Badbancitos dice Genoveva, muy dicos.

– Mateo, ¿te los has comido? Parece que no tienes hambre.

– ¡Ni uno! Dice satisfecho y me mira retador. Seguro que el pobre ha debido de hacer malabares con los odiados garbancitos.

– ¿Yyyyyy? ¿Cómo es que no tienes hambre?

– Me he comido dos de tortilla de patata y el postre.

Se me hace un engrudo en la garganta solo de pensarlo.

Pero me he propuesto gestionar mi silencio de forma más eficaz como dice mi psicóloga… y opto por callarme sin más. Mateo en momentos así me adora. Que le escuche y no le replique le resulta fascinante. Así que guardo la mochila.

Para comprobar que no tienen hambre les llevo al kiosko de al lado.

– ¿Qué queréis tomar?

– Cromos

– ¡Cromos, siiii queremos cromos!

Me saca de quicio que para un día que les llevo al kiosko esté lleno de gente y nos tengamos que poner a la cola. Tampoco en ésto coincido con ellos.

– ¡Lo mejor es estar aquí, en la cola, pensando despacio qué comprar! – dice Mateo.

– Cuánto me alegro que tengas paciencia hijo! Y que tu abuelo esté tranquilamente leyendo en el coche mientras está en doble fila, esperándonos.

Cuando llegamos todos nos desperdigamos por la casa, Genoveva me pide mi móvil y se lo dejo pensando que necesitaré un par de minutos para probar una cortina que traía.

En algún minuto más me voy a su cuarto:

– ¿Jugamos a algo? Le pregunto

– Vale, quédate ahí, me dice señalando su cuarto, y ¡adrégalo todo! Me cierra la puerta y se va.

– Yaaaa! – grito yo al poco

– Mal, mal, muy mal… y eso? Y eso oto por el suelo? –  Vuelve a sacar ésa voz desconocida.

– No me gusta jugar a esto…

– Bueno pues jugamos a la petanca… y así lo hicimos, con las normas que el abuelo intentó enseñarnos inútilmente, durante media hora.

– Mateo perdido con el IPad. Me siento culpable, tengo que inventar juegos para todos…

Ya en mi casa repasé mentalmente juegos de mesa que puedan compartir, tampoco es cuestión de que nos pasemos todas las tardes deambulando por las calles por evitar el IPad y la TV… digo yo!

De pronto trasteando con el móvil descubro una grabación que ha hecho ésta misma tarde Genoveva… ¿pero cuando? Si al que descuidé fue a Mateo…

Vi el vídeo cuatro veces sin comprender nada.

Es como Amenábar en “Los Otros”.

La película enfoca dos o tres imágenes de muñecos y se queda en negro…

Y ahora viene lo mejor… se oye nítidamente un ruido de fondo entre respiración – gemido – sobrecogedores rugidos…

¡Se me ponen los pelos de punta! Y corto. Palpitaciones. Respiro, respiro, respiro.

Enciendo otra vez y superada la escena en negro la imagen rota a cámara lenta por toda la habitación 360 grados. Pero no es la alegre habitación que ella tiene, son imágenes borrosas, como de pesadilla, con una especie de veladura rosa, que supongo serán sus deditos que tapan parcialmente el objetivo. Unas tomas de auténtico terror.

Se me encoge el corazón y pienso preocupada si ella habrá visto su obra de arte…

Y a todo esto, ¿cuando ha grabado esto? ¿En los cinco minutos en que yo probaba las putas cortinas?

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El elixir de la vida

Elixir, una palabra oída y comentada en varias ocasiones en estos días !qué casualidad!
Con mi hermano:

– Mamá, decía yo, para quitarme el miedo a la muerte me dijo que antes de que cumpliera 25 años se habría descubierto el elixir de la vida.

– No parece muy propio de las creencias de nuestra madre, contestó. Sonreía y decía no recordar ese comentario. 

– De niña me parecía más creíble lo que me contaba nuestra hermana Pili: que no moriríamos, sino que nos vendría a buscar Elías en un carro de fuego. Esa idea me gustaba mucho más… ¿dónde me llevarán? La aventura parecía muy atractiva pero la idea de separarme de mi familia me creaba un gran desasosiego. Lo que realmente quería es que nada cambiase. Estaba convencida de que los seres humanos eran niños, mayores o ancianos para siempre y que lo mejor era que siguiera todo igual. 

– La ciencia avanza tan deprisa que es muy posible que la vida de nuestros nietos sea larguísima. Ya se habla de que las generaciones de los actuales niños vivirán más de 120 años. Continuó mi hermano, y en su voz había una mezcla de esperanza y horror.

Mateo y yo caminamos de vuelta del colegio, ya pocas veces me deja llevarle de la mano.
– ¿Qué es un elixir? Me pregunta.

– No estoy muy segura, creo que es un liquido concentrado en un frasquito, que si te lo tomas no te mueres nunca, pero es posible que sea otra cosa. Esa es la idea que tenía yo de niña.

– Pues yo creo que te equivocas porque en mi libro de Harry Potter dice que es algo de un unicornio.

– Pero los elixires existen y los unicornios no, digo. No sé de otro distinto del que te lleva a la eternidad. Quizá en cremas que nos venden como “elixir de la juventud”, pero es mentira…

– ¿Donde está la eternidad? Me mira perplejo.

– La eternidad es un concepto, es no tener fin… ser inmortal, eterno…

– O sea que si no existen los unicornios tampoco existen los elixires, ni la eternidad, ni la inmortalidad y nos morimos seguro.

Me doy cuenta de que mi nivel intelectual es tan pobre que no puedo seguir la conversación de mi nieto de ocho años.

¡Ay Mateo! Que la abuela no sabe nada de nada.

Y me coge de la mano consolador.

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Rabiosa

Acaban de llegar del colegio y Genoveva me tira de la mano para llevarme a su habitación. En unos segundos tiene montado un escenario:

Ella se sienta con una libreta y un lápiz. Me da ordenes furibunda, a gritos, golpeando con su lápiz la libreta. Yo soy su alumna de ballet y debo obedecer de inmediato. 

– Venga! Muévete rápido! Puntas! Puntas te digo!!!

– Yo: Ya lo intento pero estoy descalza!… 

– Puntas! Puntas te digo!!! No sabes moverte!

– Si sé, mira: pies separados, no? Contesto yo muy seria.

– Que noooo!!! Noooo!!!! Me grita, y en su ataque de rabia se clava el lápiz en la palma de la otra mano. 

Totalmente sorprendida de lo que le duele y viendo que se ha hecho una herida, sale despavorida a buscar a Nilda para pedirle Betadine y yo detrás de ella.

Mientras se lo echo, le pregunto:

– Pero… ¿a ti te gusta de verdad el ballet? Es un poco violento, no?

– El ballet si me gusta, pero Gema, la Profe, ¡no!

– No tienes obligación de asistir a esa clase, cuéntale esto a mamá y papá. ¡Es una extra escolar!

– Luego se lo decimos ¿vale?, ya verás como todo se arregla. Tú cuenta siempre en casa tus problemas cuando vuelvas del cole, que entre todos seguro que encontramos una solución. Enseguida llegara mamá. 

Más tarde, ya en la bañera, su madre con cara de preocupación le pregunta

– ¿De verdad no te gusta el ballet?

– Mami, el ballet no me gusta pero la gimnasia rítmica si…

Creo que la solución al ogro no la hemos encontrado todavía, pero de repente, con la cara sonriente, tranquila y como olvidada del tema, coge un cepillo y suavemente empieza a peinar a Mateo que estaba a su lado chapoteando y aparentemente en la luna.

Él se deja dócil, dócil… 

– Abu, ella me peina más suave y mejor que tú, ¿eh?

Y ella agradece a su hermano el elogio-consuelo continuando su delicado peinar.

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¿Qué piensan de nosotros?

Del 20 de enero al 13 de marzo Javier y yo tenemos que asistir diariamente al hospital para su sesión de radioterapia, por suerte es mucho más llevadero de lo que pensábamos, aunque se nos está haciendo largo.
Pasamos una hora para ir y otra para volver en el metro; ésta es la parte divertida. Como viajamos sin ninguna prisa se ha convertido en un lugar de descanso y relajación en el que tan pronto escuchamos la música caribeña de unos cubanos como el violín de alguna persona de la Europa del este.

Viajamos en horas en las que habitualmente no hay demasiada gente y podemos sentarnos y leer.

– ¡Leer y leer y leer… siempre leyendo! comentaba Mateo cuando le pregunté:

– ¿Qué está haciendo el abuelo? La última vez que estuvo en casa y yo andaba cocinando.

– ¿Qué lee? ¿Cuando va a terminar? Preguntó la peque que ponía la mesa.

Ante este tipo de preguntas suelo volver la cabeza para que no me vean reír porque se ofenden. La verdad es que no suelo contestar a no ser que vayamos de la mano por la calle o algo así y no tenga escapatoria. Por experiencia sé que las respuestas que tenemos los adultos son siempre insuficientes y estúpidas e incluso falsas y me siento ridícula. A veces les cuento un cuento que tenga algo que ver con la pregunta y así descaradamente miento y ellos lo comprenden porque ahí todo es posible. Sobre leer a todas horas no se me ocurría nada.

– Ya te hacemos compañía nosotros, respondió Mateo, muy serio.

– Yo también leo, ¿eh? A ver si os creéis que solo lee el abuelo. Vosotros también tenéis que leer mucho, es la única manera de aprender. 

– Pues yo aprendo de otras formas, éste verano aprendí a montar en bici, a nadar mejor, a leer una brújula…

Ya me he quedado de nuevo sin palabras y me voy por los cerros de Úbeda diciendo:

– En fin, vosotros sois mi mejor compañía.

Un par de días después me comentó Genoveva madre que Mateo le había dicho que al menos una vez a la semana tendría que quedarse a dormir conmigo porque estaba muy solita. 

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Llueve

Es domingo, llueve, hace un frío día de bruma. Había dicho a todos que el domingo llevaríamos a los niños al Planetario y no había mejor plan para un día así. Pero el Planetario está de obras y no hay nada que hacer.
Decidimos ir con los niños a comer una hamburguesa que es un plan que siempre satisface a todos. Una vez más pasamos de los criterios de una alimentación sana y nos vamos al restaurante más cercano a casa. No entiendo cómo no hay nadie al que se le haya ocurrido poner un restaurante con menús para niños al que se les pueda llevar sin ése cargo de conciencia que nos ataca cada vez que salimos con ellos a comer fuera de casa.

En el restaurante nos atiende con mucha paciencia una chica encantadora que mejora bastante la sensación que nos dan los niños de estar sometidos a una estresante espera, como si llevasen días sin comer…

Va y viene con bebidas, cubiertos y otros utensilios y tiene la inmensa bondad de traer primero los platos de los niños. No me atrevo a levantarme y besarla. 

Mientras se enfría el pollo frito hacemos un poco de gimnasia recogiendo del suelo los gorros, los abrigos, las servilletas… cambiamos un par de veces la posición de cada uno en la mesa… en fin, lo de siempre tan divertido… si vas sin intención de lucirte con la maravillosa educación que hemos dado a nuestros niños que como es lógico, no paran quietos. Yo paso de lo que piensen los demás y me quedo tan fresca hagan lo que hagan en público.

Este plan estrella lleva un montón de rato, sale mucho más barato que ir al cine y además, bien o mal, nos alimenta. Pero nos da tiempo a volver a casa a jugar. Mateo que ya es un hombrecito tiene montones de alternativas para entretenerse solito, el móvil, el IPad, o el ordenador de alguien y aunque a ninguno de los mayores nos gustan esas opciones todos estamos dispuestos a dejarle algo para que pare un poco de hablar. Su conversación es muchísimo más inteligente que la TV, pero tiene el inconveniente de que habitualmente exige respuestas y la hamburguesa con la cervecita no es la mejor ayuda para no quedar mal y poder contestarle algo congruente. Estamos amodorrados.

La nena ronda a unos y otros cargando por todas partes a sus hijos gemelos que tiene aquí y que ve con poca frecuencia. 

Me siento en un taburete bajo y le pido que me peine. Es un juego bastante frecuente entre nosotras y que nos divierte a ambas. Es cuidadosa y no me tironea con el cepillo más que alguna vez, habitualmente me hace cosquillas y me gusta.

Pero no sé por qué hoy no parece divertirle y me peina descuidadamente sin la pasión habitual.

De repente tira el peine y dice:

– Se acabó la peluquedía, ¡estoy jubilada!.

Su madre y yo nos reímos de inmediato a mandíbula batiente.
– Pero… ¿cómo sabes lo que significa “jubilada”? Jajajaja…

Y ella muy ofendida, realmente enfadada, casi con lágrimas, dice:

– ¡Que no he dicho eso!